jueves, 10 de octubre de 2013

Nuevos retos

Siempre me habían dicho que el caos rige el universo, que todo es un cúmulo de sucesos aleatorios que han hecho que las cosas sean como son, pero que podrían ser perfectamente de otra manera. En general nos aferramos a esa idea, porque tampoco nos afecta demasiado, y siempre nos va bien tener un comodín que explique por qué suceden las cosas que no parecen tener una explicación lógica. Normalmente el caos viene en pequeñas dosis, sin desbaratar demasiado los parámetros que tenemos establecidos, nuestros límites de paz y serenidad. Y mientras tanto vamos tirando.

Pero de repente pasa algo, un imprevisto, un "coño, esto no lo vi venir", un "creía que eso solo les pasaba a los demás", un "oh, mierda, ¿y ahora qué hago?". Estamos tan felices en nuestro mundo de yupi hasta que, de sopetón, nos sacan de allí, nos dan un bofetón de cruda realidad que nos deja con cara de pasmados y con un incómodo sentimiento de "no sé cómo he llegado aquí". Y lo peor es que nos pilla con el culo al aire y los pantalones por los tobillos. Es como cuando te tiran un cubo de agua fría encima: una parte de tu cerebro sabe que existe la posibilidad de que ocurra, pero no crees que vaya a pasarte a ti. Y de un momento a otro estás ahí, sin querer, mojado y tiritando, sin entender cómo has llegado allí ni por qué ha sucedido. Incluso olvidas momentáneamente como era todo antes de ese instante.

A veces suceden cosas sin razón aparente, pero aún así, suceden. Y entonces, sin previo aviso, una vorágine sin sentido nos azota, nos da tantas vueltas que por un momento perdemos la noción del espacio, del tiempo y de nuestra realidad. Por unos instantes, una ligera neblina nos envuelve, y lo que antes era habitual para nosotros ha dado un giro que resulta demasiado amplio para nuestra comprensión. Y entonces sentimos una irrefrenable incertidumbre, intentando arrebatarnos esa pizca de cordura que nos queda. Todo gira, como si el mundo estuviera borracho. Gira, gira y gira sin parar, sin sentido, removiéndolo todo de una forma incontrolable. Y es el momento de aferrarse con uñas y dientes a ese brote verde en medio de un seco campo en verano. 

Pero parece que fuera tan difícil como intentar mantenerse al borde del precipicio sin llegar a caerse jamás, aún con fuertes ráfagas de viento intentando arrebatarnos ese pequeño hierbajo de entre los dedos. Como si tuviéramos que saltar un obstáculo tres veces más alto que nosotros y de pronto las piernas no nos respondieran. Pero resulta que encontramos el camino, y que ese brote tiene unas raíces tan fuertes y profundas que no dejan que nos caigamos. Y puede que sintamos el frío viento en cada rincón de nuestro cuerpo, pero de ahí no nos suelta nada, ni nadie, porque caerse no está en nuestros planes (al menos por una vez ser cabezota va a servir de algo).

Y en un momento dado, de la misma forma que vino, la tormenta desaparece, dejando tenues gotas de lluvia en el campo antes seco. De repente, sin saber cuánto tiempo ha pasado, ni cuánto pasará, se calma todo. Ahora todo es claro. La niebla se esfuma y empezamos a comprender. Y cuando comprendemos, nos adaptamos. Cuando nos adaptamos al cambio, actuamos. Y cuando actuamos, comprendemos. Comprendemos un poco más la vida. Y entonces mejoramos y volvemos a nuestra tan amada normalidad. Mientras tanto, se trata de intentar seguir adelante, caer si hace falta, pero siempre, siempre levantarse. 

Porque la vida es una cabrona y a veces hay que plantarle cara.

No hay comentarios:

Publicar un comentario